Aprovechando la celebración del Día de las Escritoras 2020, tengo el placer de presentaros (si no la conocíais ya) a María Van Rysselberghe (Bruselas, 1866 – Cabris, Alpes marítimos, 1959) AKA La petite dame como la bautizó su amigo André Gide (Nobel de Literatura en 1947). Esta señora fue una intelectual conocida sobre todo por los 19 tomos en que recogió los pensamientos, actitudes y hechos de Gide quien, por otro lado, fue el padre de la única nieta de nuestra autora. 

Nacida en un ambiente burgués e intelectual, se casó con el pintor impresionista Théo van Rysselberghe, autor de las pinturas que veis aquí. “El arte al que servían quienes me rodeaban era un dios difícil” y eso le dio la libertad de vivir a su aire y cultivar el intelecto. Escribió dos novelas, una de las cuales “Hace cuarenta años”, autobiográfica, fue publicada en 1936 una vez desaparecidos los implicados en esta historia de amor a dos bandas que involucró a su marido Théo, a su amigo el poeta Émile Verhaeren y a Marthe, esposa de este.

Un verano se presenta Émile (bajo el seudónimo de Hubert) en la casa de la Costa Azul que compartía el matrimonio Rysselberghe aprovechando la ausencia del marido. Se pasan las cuatro semanas que dura la relación paseando por la playa, leyéndose poemas, hablándose de amor, mirándose ardientemente, dándose las manos… y ya, porque no pasaron de ahí. Deciden mantener este amor en un plano estrictamente platónico, en parte porque no desean traicionar a sus respectivos y en parte porque creen que así los sentimientos son más intensos, incorruptibles y duraderos. Esto que puede chocar a muchos de nuestros queridos lectores resulta tan lírico, tan profundo y tan inolvidable que no sorprende que Maria aún recordara con pasión este amor al cabo de cuatro décadas. 

Las escenas en que se leen poemas alcanzan una tensión emocional máxima. Con las lágrimas a punto de brotar y la voz entrecortada, Maria muere de amor porque “En cada uno de los poemas que elegía, yo creía adivinar un agasajo”. 

“La urgencia [del reencuentro] me dolía; mis pasos, mi sangre, todo se aceleraba; y para cuando caí en sus brazos esa tensión descontrolada estaba en su cenit. Vibraba sobre su pecho como un pajarillo en una mano”.

El lirismo de la obra contrasta con la tensión que viven y transmiten los protagonistas a milímetros de traspasar la línea del amor físico que no llegan a culminar. Y no por falta de ganas, sino por imperativo moral y social. 

Cuando el hermano de Maria les visita para contarles su divorcio por infidelidad de su esposa, lamenta María: “Nuestra historia, bruscamente confrontada con aquella otra - con la que compartía a fin de cuentas apariencias e incluso escenario -, quedaba expuesta bajo una luz brutal, indiscreta, ofensiva, que nos torturaba y nos devolvía sin miramientos a la realidad”.
No volvieron a verse al cabo de estas semanas de pasión y los respectivos nunca supieron nada.

Al despedirse, Émile “Parecía a punto de caer de bruces. Así fue como mis ojos lo vieron y lo trasladaron a mi memoria, rendido a su corazón, por última vez. Aquí termina nuestra historia; después ya solo tuve la mía”.

No se le pueden pedir más a las 80 páginas de esta obra intensa, lírica, vibrante que te atrapa desde el principio y que, quizá, hacen revivir al lector amores pasados veraniegos, a distancia, virtuales, que se perdieron en el espacio y en el tiempo sin perder ni una gota de la emoción cuyo recuerdo nos visita ocasionalmente y aún nos arranca una sonrisa...o una lágrima.

Imagen: Maria pintada por su marido Théo, "La Dame en blanc" (1904), Musée des Beaux-Arts de Liège (Wikimedia Commons)

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