John Peter Berger (Londres, 1926 – París, 2017) fue crítico de arte, pintor y un versátil escritor que cultivó ensayo, novela y poesía. Durante su juventud participó en la Segunda Guerra Mundial como soldado del ejército británico y, al acabar, continuó con sus estudios de Bellas Artes. Trabajó en Londres como profesor de dibujo y como crítico de arte marxista. Hacia los 48 años, cansado de la vida urbana, se trasladó a vivir a una aldea en los Alpes donde siguió escribiendo todo tipo de textos durante más de 40 años.
Berger se hizo muy conocido en los años 70 del siglo pasado gracias al programa de televisión Ways of seeing (Modos de ver). La serie recibió premios, revolucionó la teoría del arte y fue adaptada al libro del mismo nombre . A lo largo de los años 80 publicó la trilogía De sus fatigas sobre el paso de la vida rural a la vida urbana en Europa.
En 1962, tras cuatro años en el Gloucestershire rural (en donde conoció al doctor John Skell), Berger decidió aprender fotografía por lo que se trasladó a Ginebra para conocer al fotógrafo Jean Mohr. Ambos viajaron hasta la zona en la que el Dr. Skell, caracterizado como John Sasall, seguía ejerciendo para documentar y plasmar su vocación profesional en Un hombre afortunado. Por eso lo primero que llama la atención al hojear el libro es la colección de fotos en las que vemos tanto a Skell-Sasall como a sus pacientes y el paisaje rural de la zona. El libro no encaja en ningún género sino que es al mismo tiempo reportaje, biografía, autoficción, ensayo filosófico y narración literaria.
El texto recoge la admiración hacia una persona con auténtica vocación de servicio que ejerce la medicina de una manera muy personal. El relato da pie a numerosas reflexiones de tipo filosófico con citas a Sartre y a otros, pero para mi lo más destacable es la idea de reconocimiento como parte de la curación del paciente. Sasall partía de la idea de que el diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad abarcan los síntomas físicos además de las características emocionales del paciente y su entorno social, familiar y económico. Ejercía, por tanto, una aproximación holística a la enfermedad en la que el primer paso es dar un nombre a la dolencia o a la emoción para sacarla fuera y convertirla en algo material, aprehensible. En el momento en que la dolencia tiene un nombre (reconocimiento), se objetiva, se puede controlar y compartir con otros.
El reconocimiento conduce a la aceptación como requisito indispensable para superar las limitaciones, idea que tiene ecos de Jung y su aforismo de que todo lo se resiste, persiste con el que Sasall debía de estar familiarizado porque al parecer se psicoanalizaba.
Sin embargo, la originalidad estriba en que este proceso era dinámico y recíproco, porque el reconocimiento solo puede darse cuando la característica o emoción ya es conocida por el médico, como si de un espejo se tratara. De esta manera, el ejercicio de la medicina para Sasall le aportaba crecimiento personal por ver reflejados en sus pacientes rasgos de su propia personalidad. El médico se convierte en facilitador, en un humanista al que nada le es ajeno. Según Berger, el doctor era una persona introspectiva que consideraba que esa comunidad rural pobre y deprimida era el mejor sitio posible para ejercer la medicina de esta manera tan particular.
La lectura es ardua en ciertos momentos en que la profundidad de las reflexiones obliga a ir despacio y releer los párrafos, como el del sentimiento de pérdida en los niños o donde habla de la percepción del privilegio y la autoridad del doctor en su comunidad.

En resumen, me parece un libro muy interesante cuya interpretación, sin embargo, guarda una sorpresa final. Quince años después de acabar el libro, Berger se enteró de que Sasall se había suicidado. No nos da información sobre qué pudo suceder para que ese hombre (aparentemente) afortunado decidiera quitarse la vida, aunque parece que la muerte de su esposa debió de influir. En este punto habrá lectores que sientan que todo lo anterior ha sido un engaño, una pose de buen médico abrumado por sus conflictos interiores (que, al parecer, tenía porque según Berger a veces sufría fuertes depresiones). A mi me parece injusta la sombra que puede llegar a proyectar el suicidio sobre su trayectoria. Personalmente creo que este hecho no arroja dudas sobre la autenticidad con que John Skell-Sasall vivió y ejerció la medicina; prefiero tomarme el comentario final del autor (“miro atrás y contemplo con mayor ternura lo que se propuso hacer y lo que ofreció a los demás, mientras pudo aguantarlo”) como una licencia literaria y separarlo del resto.
Tal vez el calificativo de afortunado que Berger le da a Sasall en el título se deba a esa rara condición de quien ama lo que hace y extrae al mismo tiempo crecimiento personal y un beneficio para su comunidad. Me quedo con esta idea.
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